Casi lo primero que uno descubre al abrir un libro de astronomía es que todo esto se acaba. Un panorama realmente apocalíptico: Si el impacto de un meteorito no nos alcanza, si la colisión con la galaxia Andrómeda no tiene ningún efecto, si no convertimos nuestro planeta en un gueto inhabitable… es seguro que el Sol aumentará de tamaño y acabará consumiéndonos. Faltan unos cuantos millones de años para esto, lo sé, pero parece condenadamente cierto que, tarde o temprano, tendremos que hacer las maletas y mudarnos. O eso, o extinguirnos.
Mientras escribía esto último me he sentido ciertamente incómodo, porque cuando uno habla de viajes espaciales y de colonizaciones planetarias, en los términos que supone la migración de la humanidad y el desembarco en planetas habitables, implica unos conocimientos científicos que pertenecen exclusivamente a la ciencia ficción, y la ciencia ficción sigue (creo) levantando sarpullidos en el mundillo científico.
O no. Lo digo porque a pesar de la sonrisilla en los labios que, con toda probabilidad, se le habrá dibujado mientras lee este articulillo de tres al cuarto, habrá seguido con interés lo del planeta Kepler-425b, que se vende como una especie de «supertierra habitable alrededor de una estrella del tipo solar». Permítanme el atrevimiento, (ya saben que la madre del atrevimiento es la ignorancia), pero dudo mucho que el Kepler-425b sea una alternativa de nada, y no porque tenga datos objetivos, sino porque la vida tal y como la concebimos, tiene unos parámetros tan sutiles, que pienso que no hay lugar en todo el Universo conocido que sea un lugar tan ideal para nosotros, como lo es la propia Tierra. Debo estar equivocado, sin duda. Porque hay arriba tenemos, por ejemplo, el telescopio espacial Kepler (y están en vías de desarrollo otros) buscando exoplanetas. Y los exoplanetas, como sobradamente sabe, buscan otros planetas alrededor de una estrella fuera del sistema solar, y se da la circunstancia que, justamente, nos resultan atractivos aquellos planetas que se nos parecen, como si la vida de ahí arriba tuviera la buena costumbre de imitar la que conocemos aquí abajo.
Recientemente hemos asistido también a la llegada de la sonda New Horizons a Plutón, ese planeta venido a menos por la UAI, y que durante un par días ha adquirido el tamaño mediático de su compañeros y ha estado de rabiosa, pero efímera actualidad. Plutón está a la vuelta de la esquina en términos astronómicos, y nos ha llevado casi una década en llegar hasta allí a una velocidad (aproximada) de 50.000 km/h. Bien. Dicho esto, pongamos ahora por caso que el Kepler-425b es habitable. Venga, va. Pongamos que es nuestro paraíso terrenal, un planeta con la atmósfera perfecta, la gravedad perfecta, la vegetación perfecta, la climatología perfecta, y una perfecta distancia a ese otro sol… pongamos por caso también, que hay dulces y simpáticos animalitos que saltan y retozan por aquellas selvas vírgenes, y que no han tenido la mala educación de evolucionar inteligentemente como lo hemos hecho nosotros. Lo compro. Me lo quedo. Pero, ¿cómo sortear los 1400 años luz que nos separan en un tiempo razonable?
Igual que un niño con su triciclo, así viajamos por el espacio. De modo que hay algo en las películas de ciencia ficción, incluso en las más rocambolescas, que debemos concebir como presumiblemente cierto. Sin sonrojarnos. Sin mirar hacia otro lado. Y digo yo que, en el mundillo científico, alguno habrá que piense esto… porque si no, ¿qué demonios hacemos rastreando el cielo?
Peatón Fernández